Parece que algunas líneas del metro de París no han cambiado en cincuenta años. Es como un viaje en el tiempo: ves Pickpocket ves Le diable, probablement y ahí están, las mismas puertas abriéndose antes de tiempo.
Los primeros meses que pasé allí estuve llegando considerablemente tarde a casi todos los lugares. No me acostumbraba a los tiempos ni a los transbordos ni al extraño juego de salidas en algunas estaciones, los pasillos se me hacían interminables y, torpe como soy, acababa perdiéndome o llegando a veces al mismo punto del que había partido.
Como siempre iba con prisas, solía ser el primero del vagón que abría la puerta. En Madrid, si accionas la manivela cuando el tren aún no se ha detenido, la puerta no se abre; la acción sirve de preparatorio, anuncia a los demás la huida: es un acto simple, universal y certero. A veces, cuando la puerta tarda en abrirse más de lo normal, se crea una lucha tácita de varios segundos entre tú, que agitas la manivela compulsivamente desde el coche, y el otro, el que está en el andén, por ver quién da con la sacudida definitiva.
En París es más fácil: la levantas y se abre, y entonces surge la tentación de saltar. Como llegaba siempre tarde, abría la puerta corriendo y tenía que esperar a que el tren acabase de frenar, porque sabía que, si saltaba, la inercia y mi torpeza me prepararían un desenlace fatal.
Muchas veces me he preguntado qué convierte a cierto director en un gran cineasta. Ayer volví a ver Le diable, probablement, una de las películas menos aclamadas de Robert Bresson.
La protagoniza un joven suicida, alguien que ha perdido toda la conexión con el mundo y lo considera un lugar ingrato e innecesario —y alude a razones apocalípticas, como la inminente catástrofe ecológica, y existenciales, como el “sentido” de las acciones reales—. Parece una película sobre el fin del mundo, pero es una película sobre el mundo: se ha dicho que es “punk” y “nihilsita”, pero es poética e incluso vitalista.

Solo que Bresson, como es un gran cineasta, no subraya sus intenciones. Basta esta escena para comprobar por qué la imagen, la película, niega sin entrometerse el comportamiento de su protagonista: es el último viaje en metro de Charles, lleva en su bolsillo una pistola y un fajo de billetes que le dará a su verdugo, un amigo suyo con quien ha acordado el “suicidio” porque él no se atreve a hacerlo solo. Parece una secuencia normal, pero el titubeo del compañero descubre la esencia de la película: no sabemos si se mueve él o lo mueve el metro, si se acerca resignado a la puerta o si se está dejando llevar, es decir: no sabemos si se mueve él o lo mueve el mundo. Es cine, no literatura: no podemos entrar en su mente. Aunque abren el tren en marcha, no saltan (me recuerda a Roquentin: «Sé que nunca más volveré a saltar»); aunque no lo parezca, no tienen prisa.
Pablo Caldera